Llevo toda la vida creciendo junto a mis cuadros. Empecé a los cinco años. En esa época solo dibujaba mariquitas, vacas o ambos. Hasta los 18 años estuve aprendiendo como autodidacta. A partir de la mayoría de edad me fui a estudiar bellas artes y todos los cursos que mi tiempo disponible me permitía.
Ahora, a mis cuarenta y dos años, me encuentro en mi casa de campo pintando las vistas con acuarelas, lápices de colores y un poco de rotring para dar vida y detalles al paisaje.
A pesar de llevar tres semanas con este cuadro, no me termina de convencer. Le falta algo y no sé qué es. Una tarde tomándome un té para relajarme me entretuve hablando con mi mejor amiga por teléfono. Cuando me di cuenta, estaba lloviendo y ¡tenía mi cuadro fuera!
Colgué el teléfono y fui corriendo a por el caballete y el lienzo con el resto de materiales. Mi bello paisaje estaba estropeado… Veía como los colores se movían, como si cayese lluvia dentro de ese mundo. Me quedé diez minutos mirándolo fijamente. Entonces, me di cuenta: se había creado un nuevo escenario y me acordé de esas mariquitas y esas vacas que dibujaba de pequeña. Con apenas un par de pinceladas más, tenía mi ansiado resultado.
Llevaba tantos años centrándome en hacer las cosas bien, en hacer lo correcto, dibujar realista, que me había olvidado que de vez en cuando, para encontrar nuestra perfección y paz interior, necesitamos volver a nuestros orígenes y volver a crearnos y experimentar.