De niña yo era una personita muy curiosa y tenía la casa llena de escondites. Mi favorito era debajo de la mesa del comedor donde escondía bizcochos de Nesquik rellenos de nata y se estaba fresquito. El perro (este en concreto) me robaba el sitio cada vez que podía. Sabía que era el mejor lugar de la casa en verano.
Me gustaba encontrar nuevos tesoros en casa. Como mi padre pasaba mucho tiempo fuera de casa y los deberes los terminaba rápido -siempre he sido una chica muy aplicada-, tenía mucho tiempo libre. Una tarde como otra cualquiera en su habitación en un rincón de la estantería empotrada que tenía donde yo guardaba mis juguetes para no tenerlos tirados por casa encontré unas llaves hembra, de esas antiguas que parecen de cuento de hadas.
Había cuatro llaves. Una de ellas estaba repetida. Era una copia de una de las otras tres. Una, junto a la copia, era para la cerradura de esa misma habitación. Esa fue la más fácil de descubrir. Otra habría una pequeña caja fuerte que hicieron mis hermanos cuando eran adolescentes. Dentro estaba vacío, para mi desgracia. La última no sabia para qué era.
De pequeña tenía mucha imaginación, más que ahora. Me sumergía yo sola en mundos fantásticos donde todo era posible. Sin embargo, no tenía amigos invisibles. Era una loba solitaria incluso entonces. Jugaba con la llave imaginando que abría puertas mágicas que llevaban a otros mundos, a pesar de no saber lo que realmente abría. A día de hoy todavía me es desconocido lo que pueda abrir y allí en ese rincón sigue guardada.