Cuando somos pequeños y echamos a andar conseguimos un gran logro del que no somos conscientes. Cuando crecemos estamos tan acostumbrados a ello que no le damos la importancia que merece. No solo a andar. A cualquier logro que conseguimos en nuestra vida, por pequeño que sea.
Hoy decidí ir al monte a pasar el día. Hacer un poco de senderismo para variar del sedentarismo, que suena parecido pero no es lo mismo, y disfrutar del día. Está un poco nublado, pero no va a llover. Lo cual quiere decir que no iré ciego por la luz del sol ni pasaré calor, además de no necesitar paraguas o chubasquero. Todo ventajas. ¿Qué puede ir mal?
Yendo por el monte, encontré un camino hecho con losas desiguales. Al mismo tiempo que se veía caótico, estaba ordenado haciendo un camino definido. Era como las dos caras de una misma moneda. Por curiosidad, fui a ver adónde dirigía.
Según iba avanzando, veía que se iban creando imágenes borrosas sobre las losas. Cada vez se veían más claras, pero al llegar al final, no llegué a distinguir nada de forma clara. El niño que lo dibujó no era muy artista. Al final del camino había una fuente. No caía agua de ella, pero el plato estaba hasta arriba de un agua azulona. Parecía de película.
Supuse que el agua estaba estancada. Así que en lugar de beber de ella, eché mano al grifo y probé si funcionaba o no. Empezó a salir un hilillo de agua del mismo color que lo que había en el plato. Al caer el agua escribió «¿Estás satisfecho con tus logros?». Me quedé pensando qué logros había tenido yo. No he hecho nada en mi vida que sea relevante.
Miré en dirección opuesta para admirar la montaña mientras pensaba en la pregunta y me di cuenta que en las losas aparecía yo. En cada una de ellas había un hito mío. No había pensado en ellos porque eran tonterías como, por ejemplo, la primera vez que conduje un coche o la primera vez que tuve una cita con una chica. Ese truco de magia me hizo sentir muy bien conmigo mismo.