Todos los domingos de buena mañana antes de irme a trabajar visito a mi mejor amigo en su nuevo hogar: el cementerio. Sé que suena un poco macabro, pero es la verdad. Cuando teníamos nueve años, falleció por una enfermedad que tenía diagnosticada desde hacía un par de años.
Sabía su fatal destino. Debe ser aterrador saber que vas a morir en un tiempo determinado. Atesoras más los momentos que te quedan que cuando no lo sabes. Disfrutamos de sus últimos años de vida por todo lo alto. A mi familia le sobraba el dinero y a él le sobraban las ganas de vivir. Viajamos, probamos comidas nuevas, visitamos infinidad de lugares. Esto permitió que nuestros padres hicieran una amistad aún mayor de la que ya tenían.
Teníamos una tradición los domingos en la que visitábamos la casa abandonada de nuestro pueblo -todos los pueblos tienen una casa así- y tocábamos la puerta y salíamos corriendo. Sabíamos que nadie contestaría, pero esa adrenalina del qué podía pasar nos encantaba.
Lo que yo no sabía es que había una diferencia entre la casa abandonada y la tumba de mi amigo: en la casa no contestaba nadie, pero en su tumba sí me contestaba alguien con un golpe en el ataúd al marcharme del lugar.
[…] sé qué pensar. Empecé a buscarme chichones en la cabeza. Tendría sentido que me diera un golpe en la cabeza en la playa y por eso desvarié imaginando lo del humo de la antorcha. Dudo que eso […]